- Discúlpeme, pero yo no puedo hacer nada, usted me dio el tema, yo lo di, los alumnos lo aprendieron. Así de simple.
Iba caminando despacio, con una mano sosteniendo su bolso, y con la otra, el celular.
- Usted no tiene derecho alguno en decir eso… claro, si… no, nunca dije eso… - seguía balbuceando, tratando de aclarar el malentendido. Del otro lado del teléfono estaba la directora del colegio, con la que no se entendía muy bien.
- Bueno, entonces deberíamos aclararlo personalmente mañana. Buenas tardes.
Siguió caminando, con la vista perdida. Caminaba, pero no sabía ni le importaba hacia donde. Ya había hecho tres cuadras sin pensar en nada, cuando vio algo que llamó su atención. Juntas, algunas en filas y otras caminando cerca: arañas, muchas arañas, negras y misteriosas, como siempre le habían gustado. Sin detenerse a mirar por donde caminaba, empezó a seguirlas. La condujeron por un callejón oscuro, mojado, por calles solitarias.
El viejo cartel de la estación apenas se sostenía sobre la pared despintada. En el interior, las arañas siguieron su recorrido hacia unas cajas de zapatos abiertas. La vieja boletería, unos bancos a lo lejos, le hicieron acordar a su viejo amigo Raúl, compañero de juegos y aventuras en la infancia, con el que había compartido su pasión por los arácnidos, su colección y dedicación; pero no había vuelto a verlo nunca más.
– Las cajas, ¡no puede ser, creí que mamá las había tirado! No puede ser… ¿cómo llegaron hasta aca? Mis cajas…
Una sombra proyectada muy cerca suyo le hizo levantar la vista. Un hombre robusto estaba parado a diez pasos, y la observaba detenidamente. “No puede ser Raúl”. Andrea estaba paralizada. Hacia treinta años que no pisaba ese lugar, y ahora de repente se encontraba frente a un pedazo de su pasado que había dejado atrás hacia mucho, mucho tiempo. El extraño retrocedió unos pasos y salió corriendo. Sin pensarlo dos veces, Andrea se incorporó y lo siguió. La condujo hacia el lado opuesto de la estación, el más oscuro y frío, hasta un pasillo con varias puertas. Buscaba al extraño entre ellas, y sin embargo no lo encontraba. ¿Se habría equivocado? ¿Sería ese hombre real o solo producto de su imaginación, alentada por el viejo lugar? Frustrada, decidió regresar a su casa. Dio la vuelta, cuando sintió un empujón y una gran presión sobre su rostro. Las paredes dieron vueltas y no vio nada más.
Cuando despertó pudo advertir una pared llena de trapos y estantes repletos de viejas cajas. Las paredes se veían un poco borrosas, pero trató de incorporarse. El piso de madera desprendía olor a podredumbre, le costaba respirar. Cuando logró sentarse vio una puerta en un costado que se abrió de repente. La silueta de Raúl, o el hombre parecido a él apareció. Andrea recordó todo, y un escalofrío recorrió su cuerpo. No sabía quién era, que quería ni por que la había encerrado.
– Ahora estamos solos, juntos al fin – dijo, y se acercó lentamente hacia ella. Con la luz que provenía de la puerta abierta, pudo verlo con claridad: nariz redonda, a la vez respingada, ojos oscuros y saltones, boca diminuta. Varias verrugas surcaban su amplia frente y, al sonreír. Andrea notó que le faltaban varios dientes.
Ya no dudaba que ese era Raúl, solo que una versión mas vieja y arruinada de su amigo.
- Por favor, déjeme salir de aca, es tarde y yo mañana trabajo.
- Todos trabajamos – le contestó con una sonrisa – Y no te voy a dejar salir Ándre, hace mucho que no nos vemos.
La desesperación de Andrea era total. Ese no podía ser Raúl, no su amigo.
– Decime qué querés y dejame ir por favor… no tengo nada para darte, soy profesora me gano la vida como puedo.
– No pienso robarte nada. Hace treinta y dos años, vos y yo éramos inseparables. Las arañas, la estación, estar con vos… era todo como un sueño que terminó en una pesadilla. Creciste, crecimos los dos; te fuiste alejando hasta que no volviste mas. Y yo esperando.
- Me parece que te estás confundiendo.
- Todavía tenes la cicatriz en la mejilla izquierda, la que te hiciste cuando corríamos al lado de las vías.
Andrea se quedó callada. Con la yema de los dedos acariciaba su cicatriz, y pensó que no tenía mas excusas.
- No soy yo, por favor, dejame ir… no te pido nada mas que eso.
Raúl la miró con tristeza, con decepción. Hiciera lo que hiciera, Andrea no lo iba a aceptar.
- Está bien, andate.
Caminó hasta la puerta, sin mirar atrás. Salió del pasillo, pasó por la misma boletería y vio el mismo viejo cartel.
El viento frío voló su pelo al salir al exterior. Ya era de noche, y la gente caminaba apurada a su casa. Andrea corrió. Corrió como nunca, hasta sentirse segura en la entrada de su casa. Todo le parecía lejano, como en un sueño. Buscaba desesperada la llave de reserva, cuando vio un grupo de arañas muertas al lado de la maceta con la llave. Entró y trató de no pensar más en el episodio.
- No puede ser que no aparezca – le dijo a una compañera de trabajo, días después.
- Y, no sé, fijate… capaz te la olvidaste en la casa de alguien.
- No Paula, vos ya abés que no fui a ningún lado esta semana solo…
- ¿Solo?
- No, no fui a ningún lado. Nos vemos mas tarde.
Decidió volver. Su bolso no podría faltarle mas tiempo. Al llegar, no vio nada, solo diarios viejos sobre los cuales alguien había dormido. Recorrió con la vista el resto del lugar, cuando vio una sombra cerca suyo, y oyó un leve ruido metálico.
- Raúl soy yo… volví, aca estoy. Se que no estuvo bien lo que hice el otro día… por favor, hablemos…
Por detrás de los tachos de basura, salió un hombre sucio y andrajoso.
- Señora ¿qué hace?
- Busco a Raúl – le contestó con un nudo en la garganta.
- Disculpe, pero Raúl no vive aca.
- Por favor, dígame ¿dónde lo puedo encontrar?
- En ningún lado señora, Raúl murió hace años, estaba muy mal.
Sobre la silla del escritorio de la casa de Andrea, reposaba el bolso gris, del que salían cientos de arañas negras.
Por: Bustos Domeq / Inés Terza (San Antonio de Areco)